martes, 27 de octubre de 2009

Marraquech III

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Temprano, cuando la vieja medina parece que aún no se ha despertado del todo, aprovechamos nosotros para hacer el recorrido exterior de las murallas. El sol mañanero hace todavía más dorado al ya de por sí amarillento barro de que están construidos estos grandes muros, a los que la ausencia de vida da un aspecto misterioso e intimidatorio. Las sucesivas puertas van taladrando la alargada pared, mientras por los caminos de acceso aparecen los primeros carros, tirados por burros, que cargados con alimentos se dirigen a los numerosos zocos de la ciudad. Bab el Khemis, Bab Kechich, Bab Debbarh... Estamos ante el barrio de los curtidores.

Si en Fez hay hasta cuatro comunidades de curtidores, aquí el número se reduce a dos. Una de ellas, la de los árabes, trabaja las pieles de camello y cordero; la otra, la de los bereberes, se centra en las pieles de vaca. Las pieles son sumergidas una y otra vez sobre apestosos líquidos por unos hombres que, semidesnudos, realizan un trabajo duro, sino inhumano. A los productos de curtiduría que llenan los fulones se les añaden a veces colorantes mientras que otras se curten las pieles tal cual, sin ese añadido, obteniendo pieles con sus colores naturales. Cuando toca color, los turistas están de enhorabuena, cuando no es así surge una pequeña decepción que se funde rápidamente con el olor fuerte, nauseabundo, que los practicantes de tan duro oficio parecen no notar.
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Después de Bab Debbarh, la puerta que conduce a las curtidurías, pasamos Bab Ahmar, por donde se entra a los inmensos jardines del Aguedal. Aquí, al Sur de la medina, se sitúan los principales palacios marracusíes: Dar el Beida, palacio real, palacio de Bahia y los restos del más grandioso de todos, el palacio de Ahmed el Mansur.

sábado, 10 de octubre de 2009

Jardines Majorelle, en Marraquech

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Jacques Majorelle

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Jacques Majorelle fue, al parecer, un pintor francés de principios de siglo. Pero uno, en su incultura, no tenía ni idea de su existencia. Ahora sé que tenía un gusto exquisito. El bellísimo jardín que se preparó como residencia en las afueras de Marraquech, hoy restaurado por el modisto Yves Saint-Laurent, dejará en mi mente un recuerdo imborrable. Esos azules intensos, vivos, entre el verde de una vegetación exuberante, las pérgolas y cenadores, la musiquilla de miles de pájaros, la fresca sombra... ¡Qué bonito...! ¡chapeau, monsieur!
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Y ahora, cuando la noche cae sobre Marraquech, es hora de retornar al camping. Mañana, muy de mañana, continuaremos nuestro recorrido por esta ciudad mágica.

lunes, 5 de octubre de 2009

jueves, 1 de octubre de 2009

Visita guiada por la vieja medina de Marraquech

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La vieja medina, un lugar de otro mundo. Entre olores de azafrán, de comino, de pimienta negra, de gengibre, de verbena, de clavo, de flores de naranjo que arrebatan el olfato. Aquí se amontonan sacos de almendras, cacahuetes, garbanzos..., cestos de dátiles, toneladas de aceitunas. En las estanterías de los boticarios se desbordan los tarros de alheña, de gazul, los frascos de extractos de rosas, de jazmín, de menta, de khol, los trozos de ámbar, de almizcle...

Oficina de Turismo Marroquí, Marraquech.
 
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Después de las dificultades que tuvimos esta mañana para recorrer, por nuestra cuenta, la medina, decidimos buscarnos un guía para esta tarde. Hay miles porque, en Marruecos, todo el mundo es un guía potencial. Lo difícil es concertar el precio: "la voluntad, lo que quieran darme" dicen. Sea, pues, pero dejamos claro que nada de llevarnos a tiendas... concertadas.

Comenzamos nuestro recorrido por el Suk Smarine, calle estrecha y animada, como todas, para entrar luego en ese laberinto de callejas, más parecido a un hormiguero que a una ciudad, en el cual perdemos completamente el sentido de la orientación. Pasamos fuentes, y qubbas, y plazuelas, y zocos... y llegamos a la madrasa Ben Yussef en cuya puerta hay una inscripción en azulejos que dice:

He sido edificada para las ciencias y la oración por el príncipe de los creyentes, el jerife Abdallah, el más glorioso de los califas.
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Nos gusta mucho esta grandiosa universidad coránica. Dicen que es una de las mayores y más bellas de Marruecos, y debe ser verdad. Su decoración, elegante y recargada, de influencia claramente andalusí, mezcla el estuco con la madera y el mármol con los zel-lig, formando un conjunto único. En el patio está la fuente para las abluciones, hecha en mármol blanco, y, a su alrededor, las galerías con las celdas de los estudiantes más afortunados. El resto de las ciento treinta habitaciones estudiantiles dan a patios menores, cuando no a meros pasillos, disfrutando de una iluminación mucho más escasa. Sin embargo, la abundancia de decoración es similar y las numerosas tallas, en madera de cedro, mantienen una calidad indudable.

En las estrechas calles de la medina hace tiempo que la sombra lo ha inundado todo. Es el momento de llegar a un acuerdo con nuestro guía aficionado y, taxi de por medio, acercarnos a visitar alguno de los conocidos jardines de esta capital del Sur. Debería ser fácil llegar a un acuerdo cuando el pacto ha sido "la voluntad" pero, ni mucho menos. ¡Menudo chou montamos! Nuestra voluntad resulta ser de unos veinticinco dirhams, pero... el buen hombre comienza a gesticular, a hacer grandes aspavientos como dando a entender que está ante uno de los mayores abusos que nunca los tiempos han presenciado. Nosotros nos miramos intentando ver algún gesto en las caras ajenas que sirva para saber qué hacer... Y el moro se niega a coger tan ridícula cantidad de dinero. "¿Le damos cuarenta?, yo creo que ya está bien..., por un par de horas..." Le ofrecimos los cuarenta, pero tampoco queda satisfecho. La situación es de cierto bochorno... "Dile que, o cuarenta o nada..." Y el cara, por si acaso, toma el dinero en su mano, pero luego sigue quejándose...
 
Amigos míos, si venís a Marruecos, nunca pactéis con alguien la voluntad, porque, con veinte dirhams aquel hombre hubiera quedado encantado al principio del recorrido, pero luego, dignidad al margen, sabe que un poco de teatro ablanda los corazones inseguros de cualquier turista y...

Un oasis en el centro de Marraquech

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Detalle del alminar de la mezquita de las Manzanas de Oro, con la típica decoración a base de pequeños arcos ciegos entrelazados.











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Estamos cansados, sudorosos. Las viejas medinas marroquíes resultarían perfectas si de vez en cuando se pudiera encontrar algo parecido a una cafetería europea, en donde descansar sentado, bajo un refrescante aire acondicionado y con una jarra de cerveza helada en la mano. Tal vez sea pedir demasiado, tal vez una visión así tendría mucho de espejismo, pero, después de todo, ¿no encontramos una piscina en pleno desierto? Sí..., ¿por qué no?

El centro, el corazón de Marraquech, está en su variopinta plaza mayor, en su Jemaa el-Fna. De allí sale una calle corta, con mucho tráfico, que se une, a los cincuenta metros, con la avenida de Mohammed V, calle ya moderna, de la época del gobernador francés Lyautey. Pues en esta calle corta, en el lado derecho según se sale de la plaza, ocupando casi toda la longitud de la calle, hay un muro insignificante con una puerta, no mucho más llamativa, en la cual un pequeño letrero dice Club Mediterranee. Entramos.

Niza, un decir. Una joven recepcionista que, por supuesto, sólo habla francés. Indicadores de bares, restaurantes, salones. A nuestra derecha, una gran piscina de aguas azul verdoso. Rictus de felicidad e incredulidad dibujadas en nuestras caras. La hora de comer...

- ¿Es posible comer, bañarse... ?
- Claro, claro.

Nos dividimos. Mientras unos se quedan tomando el aperitivo o disfrutando del ambiente, otros salimos a buscar un taxi. En menos de treinta minutos, y en menos de treinta dirhams, hemos ido al camping y estamos de vuelta con los bañadores...

La comida no es buena pero, ¿a quién le importa eso? También es cara, es cierto, pero, ¿cuánto se puede dar por un baño, en pleno agosto, en el centro de una medina marroquí? Como cabe imaginar, mientras los niños disfrutan en la piscina, hacemos una larga, larga sobremesa. Luego, vuelta al caos de gente, a la lucha contra los atracadores blandos, contra el calor. Sí, de nuevo la Jemaa el-Fnaa.
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En pocos minutos la plaza se llenó de gente, como una mezquita a la hora de la oración...

Se contaban bárbaras historias de amor y de celos, de fabulosos tesoros escondidos en los riads abandonados, encontrados por ancianos vagabundos o por niños ciegos; se vendía agua fresca, se enderezaba una serpiente delante de tus ojos, con ayuda de una flauta... Las múltiples ocupaciones, las innumerables combinaciones de que el humano es capaz para ganarse la vida, se encontraban en esta plaza; la magia se adueñaba de los gestos más simples.

Agustín Gómez Arcos, El Ciego.

Las tumbas Saadíes

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La sala de las columnas... Una sala salpicada de tumbas cinceladas como grandes cofres de marfil y totalmente rodeada de arabescos, desde el suelo hasta las estalactitas de la bóveda, donde el cedro está reavivado de color en algunas partes y patinado con oro... en otras.


Georges Marçais

El Marraquech monumental

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A estas alturas del viaje, quien más quien menos, comienza a notar la levedad de su cartera, por lo que la presencia de numerosos hoteles en las inmediaciones del camping provoca una peregrinación hacia sus cajeros a la búsqueda de los imprescindibles dirhams con que afrontar este nuevo día. Una vez cumplido con este requisito ineludible, continuamos nuestro viaje, a pie, por la avenida de la Menara para, por Bab el-Jedid, entrar en la medina.
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A nuestra derecha tenemos ahora uno de los más conocidos y lujosos hoteles del mundo: La Mamunia. Personajes como Rita Hayworth, Orson Welles, Catherine Deneuve, Richard Nixon, Yves Montand o Jimmy Carter ocuparon sus habitaciones. Otros, como Sir Winston Churchill, que vivió aquí durante muchos meses dedicado a su pasión favorita: la pintura, o como Alfred Hitchcock, que aprovechó para rodar aquí parte de su película El hombre que sabía demasiado, se convirtieron en clientes habituales del hotel.
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Seguimos luego, hacia la mezquita de la Kutubia, o de los libreros, cuyo minarete de 70 metros de alto marca una de las cimas del arte almohade (la torre Hassan de Rabat y la Giralda de Sevilla son las otras dos). Dice la leyenda que las enormes bolas que coronan el alminar fueron hechas con el oro de las joyas fundidas de una de las esposas de Jacub al-Mansur la cual, al parecer, había cometido algún pecadillo y deseaba hacerse perdonar por el Misericordioso. Pero las mezquitas marroquíes no son accesibles a los no musulmanes y, por otra parte, la grandiosa Kutubia está en restauración, así que nos limitamos a admirar su belleza desde el exterior, belleza que, a pesar de los andamios, no deja de manifestarse.

Y continuamos nuestro recorrido entre los olores, colores y sabores de esta medina del viejo Marruecos. Claro que, sin guía, no es fácil orientarse aquí. Sin embargo, nosotros, seguimos por nuestra cuenta, en solitario, a la búsqueda de las tumbas Saadíes... El alto alminar de la mezquita de Las Manzanas de Oro nos sirve de referencia, así que conseguimos llegar hasta las puertas, casi contiguas, de Bab Agnau y Bab er-Rob, al lado ya de la mezquita. Las tumbas Saadíes fueron ocultadas por el sultán Mulay Ismail tras un alto muro, pudiendo accederse a ellas solo a través de un pasadizo secreto desde la propia mezquita. Actualmente se ha construido un estrecho pasillo exterior que permite a los no musulmanes visitar el monumento al no tener que pasar por la mezquita.

Los mausoleos recogen las tumbas de trece sultanes de la dinastía saadí así como tumbas de parte de sus familiares más próximos. Su belleza es extraordinaria. Su decoración, un tanto oculta por una iluminación escasa, nos trasporta mentalmente a la alhambra granadina.
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Llegar desde aquí hasta Dar el-Badi parece cosa fácil, y quizá lo sea, no diré que no, pero... ¡media hora llevamos dando vueltas en no más de cien metros cuadrados...! ¡y siempre llegando al mismo sitio! Acabada la paciencia, y, dado que es casi mediodía, pensamos que será mejor acercarnos a una zona donde poder comer algo. Salimos, pues, hacia el amplio mechuar de Dar el-Majzen (el palacio real) y, desde aquí, tomamos un taxi hasta la plaza de Jemaa el-Fna.

Miradas de Marraquech

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La Yamaa el-Fna

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Pirámides de almendras y nueces, hojas secas de alheña, pinchos morunos, calderos humeantes de harina, sacos de habas, montañas pringosas de dátiles, alfombras, aguamaniles, espejos, teteras, baratijas, sandalias de plástico, gorros de lana, tejidos chillones, cinturones bordados, anillos, relojes con esferas de colores, tarjetas postales marchitas, revistas, calendarios, libros de lance, mergueces, cabezas de carnero pensativas, latas de aceituna, haces de hierbabuena, panes de azúcar, vociferantes transistores, trebejos de cocina, cazuelas de barro, alcuzcuceros, cestas de mimbre, chalecos de cuero, bolsos saharauis, cofines de esparto, artesanía bereber, figurillas de piedra, cazoletas de pipa, rosas de arena, pasteles mosqueados, confites de coloración violenta, altramuces, semillas, huevos, cajas de fruta, especias, jarras de leche agria, cigarrillos vendidos por unidades, cacahuetes salados, cucharas y cazos de madera, radios miniatura, casetes de Xil Xilala y Noss-el-Ghiwán, prospectos turísticos, fundas de pasaporte, fotografías de Pelé, Um Kalsúm, Faried-el-Atrach, Su Majestad el Rey, un plano de la villa de París, una estrafalaria torre Eiffel.

Juan Goytisolo, Makbara.

De la Menara a la Jemaa el-Fnaa

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Pasamos por delante de Dar el-Majzen y luego, por la avenida de Humman el-Fetuaki, nos dirigimos hacia el corazón de la medina.

Creo que ya lo he dicho, el caballo es flaco y parece cansado. El dueño lo fustiga continuamente intentando que siga el ritmo de las calesas que nos preceden, calesas que no tienen un caballo sino dos..., y el animal no puede. Era de esperar...

Quizá por escasez de fuerzas, quizá porque el suelo está deslizante, lo cierto es que el noble bruto se va al suelo. Bajo los latigazos salvajes del calesero, los empujones de los ayudantes voluntarios, las caras asustados de quienes seguimos en el coche, el caballo patalea una y otra vez sin conseguir incorporarse. Sus herraduras patinan sobre la resbaladiza calzada y no aparece ni un pequeño resalte en que apoyarlas para hacer fuerza.

Parece una estampa de dibujos animados en la que la gracia se hubiera congelado en la cara de los presentes. Cada latigazo levanta ampollas en nuestros corazones, nos recuerda un mundo duro y descarnado, un mundo desagradable. Ahora de pie, en la acera, somos incapaces de echar una mano. Claro que, muchas otras manos, más capaces y expertas que las nuestras, se multiplican ayudando: sueltan la calesa y tiran de los arreos hasta que, por fin, se restaura el equilibrio.

Camino de la gran plaza nuestra mente se mantiene ausente, saturada, confusa. ¿Deberíamos bajarnos? ¿Deberíamos pagar a este buen hombre para que se vaya a su casa y deje descansar al caballo? ¿Serviría de algo? Posiblemente, no. Volvería al camping a cargar de nuevo... Tal vez, también a él le duela todo ésto, si no en las piernas, sí en los estómagos de unos niños que dejó esperando... pero, por ellos, debe continuar. Y a cada nuevo latigazo, cerramos los ojos y contenemos la respiración...

Por fin, la plaza. Con los pies ya en el suelo, pagamos en silencio nuestros treinta dirhams y nos vamos sin mirar atrás.

La noche va cayendo sobre Marraquech. Desde la terraza del Café de Francia se divisa el mercado con circo y verbena incorporados de la Jemaa el-Fna, la plaza más vibrante, el centro más vivo de Marraquech. Su nombre, sin embargo, no es muy coherente: Jamaa el-Fna significa asamblea de muertos, ni más ni menos. Y es que, aquí, en este preciso lugar, se exponían las cabezas cortadas de los que habían caído en desgracia ante el Sultán.

Hoy, el sultán ya no quiere ser sultán, sino rey, y la gente ha tomado la plaza convirtiéndola en el escenario de todas las actuaciones callejeras. Todo el alma del Sur está aquí, en los círculos de curiosos que, con la movilidad de las humaredas, de la mañana a la noche, se hacen y se deshacen en torno a algunos titiriteros, dice Jean Tharaud.

La noche ha cubierto Marraquech. Pero, en la distancia, aún se distinguen, someramente iluminados, los alminares de la Kutubia y de la mezquita de las Manzanas de Oro.