domingo, 6 de septiembre de 2009

La medina de Fez

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Son las nueve de la mañana. Abdul, un beréber rifeño, con bigote y chilaba, nos espera a la puerta del camping. El será nuestro guía por un día, y con él salimos hasta la carretera que bordea el camping; desde allí, un viejo autobús nos lleva hasta Fez-el-Yedid desde donde otro no menos destartalado nos acerca a las puertas de la medina.

Cruzamos la vieja y parda muralla, que encierra la ciudad medieval, por bab Bou Jeloud. Aquello ...parece la entrada de un hormiguero, donde la gente se atropella, se apresura en todas direcciones, donde nadie parece dirigirse hacia un fin preciso... (Ahmed Sefriui). Es la siempre discutida, anacrónica, nada práctica, decadente... pero valorada, alabada y amada medina de Fez (5). Es, sin duda, el pasado. Es un lugar por el que se luchó y murió. Es un lugar lleno de vida atravesado por un río que apesta y donde los palacios se derrumban. Es un lugar que, como Venecia, espera el veredicto del tiempo para sobrevivir o perecer.

Un estrecho pasadizo, encerrado entre encaladas paredes sin apenas huecos ni ventanas, nos apretuja durante unas decenas de metros. Luego, una puerta, con un pequeño zaguán en ángulo recto, nos franquea la entrada a un patio donde nos acoge una amplia tienda de artesanía. Fez es la capital de la artesanía. Aquí, a diferencia de las otras capitales marroquíes, hay una medina cuya principal actividad es la producción artesana, producción que luego será vendida en todo Marruecos.

Nos enseñan cueros repujados, maderas de cedro talladas, variados recipientes en cobres y bronces cincelados, preciosos baúles con incrustaciones de marfil, artículos y más artículos... Llega el momento del regateo, ese momento de transcurrir lento durante el cual el fasi lucha por la materialización de una venta, venta de la que el atribulado turísta intenta protegerse ofreciendo precios ridículos. Pasa el tiempo, terminan las contraofertas y, tras las no muy numerosas compras, podemos seguir nuestro camino.

Caminamos apresuradamente por las estrechas e intrincadas callejuelas de la medina fasi. A falta de tiendas, el lugar es extraño. Sólo una monótona sucesión de muros, rotos ocasionalmente por alguna puerta, nos encajona sin que podamos apartarnos de los jumentos que, con sus enormes cargas, nos empujan al cruzarse. La vida en las casas de la medina es una vida reservada, una vida volcada hacia los patios interiores, una vida oculta. Para el visitante, esa vida se esconde celosamente convirtiéndose en misterio. Ciertamente, en el interior de las murallas se descubre todo y nada... (5).
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Seguimos con nuestro caminar rápido hasta que, media hora más tarde, entramos en la siguiente tienda, en este caso una tienda de alfombras. Nos invitan al omnipresente té con menta mientras nos enseñan un extenso muestrario de alcatifas, aunque, también aquí, las compras son escasas.

Luego, nuestro recorrido se vuelve más animado al cruzar los coloristas suqs donde los compradores nativos y los turistas se mezclan con vendedores y artesanos. El continuado ¡balek, balek! anuncia el paso de los borricos de transporte que empujan una y otra vez para hacerse sitio.

Visitamos madrasas como la inmensa Bou Inania, en la que Hasan el-Wazzan el-Granadino, más conocido por León el Africano, completó sus estudios, o la más pequeña, más antigua y más bella Attarine (actualmente en restauración). Cruzamos pequeñas plazas con bellas fuentes (cada barrio tiene su fuente y su mezquita, ¡y hay trescientos cuarenta barrios en Fez el-Bali!) donde se trabaja el cobre, o la madera, o el cuero. Caminamos a empujones entre una nube de vendedores que nos abruman con su insistencia, y nos esforzamos en captar esa vitalidad que hace tiempo que dejó de existir en otras partes.

De pronto, sin hacerse notar, la mezquita Karauiyne, la más grande y más importante mezquita de Fez, aparece ante nosotros. Sus puertas abiertas nos permiten entrever un patio pavimentado con bellos azulejos y en cuyo centro una fuente de mármol facilita las abluciones rituales. Pero no podemos ir más allá porque nuestra condición de no-musulmanes nos lo impide: ¡una gracia del señor Lyautey!

Un poco más adelante nos encontramos con un pequeño taller donde se teje todavía seda por métodos ancestrales. Entramos para observar los viejos telares artesanales, aún en pleno uso, y sufrir a los vendedores que se esfuerzan en destacar la belleza incomparable de las telas recién confeccionadas.

Es mediodía y, a pesar del bochornoso calor de Agosto, el hambre va en aumento, lo que no es problema pues el diligente Abdul no tarda en localizar un restaurante enclavado en la parte más intrincada de la medina y no lejos del horm o parte sagrada. Después de la típica ensalada marroquí, a base de tomate, cebolla y perejil, parte de nosotros nos apuntamos a los suculentos tajines, mientras que otros prefieren los kebab o pinchos morunos. En general, la comida es de nuestro agrado y el local es atractivo, no así la temperatura ambiente que, a falta de aire acondicionado, alcanza niveles desagradables.
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Después de la comida, y tal vez como postre, visitamos el barrio de los curtidores. A la entrada, los niños, a cambio de la lógica propina, ofrecen ramitos de plantas aromáticas con que contrarrestar el fuerte olor de los curtidos. La vista, y los olores claro está, son memorables.

Cruzamos, después, la plaza Nejjarine, con su fuente y su fonduk bellísimos, y, finalmente, antes de abandonar la medina, visitamos una tienda de coloridos caftanes y chilabas que, como hábitos franciscanos, son la sencillez misma. La vuelta al cámping la hacemos por el mismo camino de la ida, pero que, ahora, nos parece mucho más corto. A nuestra izquierda dejamos, en lo alto de un montículo, las derruídas tumbas meriníes.

En el camping, después de pagar la tarifa del guía (doscientos dirhams), comentamos, no muy satisfechos, sobre la planificación de la visita realizada, así como sobre el precio que, sumado a las comisiones por tiendas visitadas, no nos pareció barato en absoluto. Pero eso sí, la vieja medina es algo inolvidable.

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