miércoles, 30 de septiembre de 2009

Marrakech en calesa

-

-
El camping municipal está situado en la avenida de Francia, en el Gueliz o ciudad nueva, a menos de media hora de camino hasta la plaza de Jemaa el-Fna. A su lado están los mejores hoteles de Marraquech y, un poco más allá, al borde de la muralla, los Jardines de la Menara.

A las puertas del camping no hay taxis, como cabría esperar, sino alineadas calesas, de uno o dos caballos, a la espera del turista, principal cliente de este medio de transporte vistoso y tradicional. Nosotros, que encajamos dentro de este grupo, no queremos ser excepción a la regla y, en consecuencia, encaramados en el viejo carruaje, comenzamos el recorrido turístico de la ciudad, recorrido que tiene su primera parada en los jardines de la Menara.
-
La cobra.
Un bello pabellón saadí, dorado por el sol de la tarde, se refleja majestuoso en las tranquilas aguas de un estanque. Al otro lado, miles de olivos se extienden hasta las mismas puertas de la Medina. ¡Cuántas historias, unas románticas, otras sangrientas, tienen su origen en estos jardines! (se cuenta de aquel sultán que, todos los días a la salida del sol, echaba al estanque a su compañera de noche, o la de aquel otro que... ) Los vendedores de memoria repiten día tras día, una y otra vez, en la gran Jemaa el Fna, estas mismas historias.

Hoy, a esta hora, apenas hay visitantes en la Menara. Quizá por eso, el encantador de serpientes, situado al lado del estanque, está un poco nervioso. Su cobra se yergue airosa, sí, pero su dueño está más preocupado de mi cámara fotográfica que de su pequeña bestia. Así, en cuanto nota que la cámara ha sido disparada, sin la menor espera, se abalanza sobre mí en busca de la obligatoria propia.

Saco una moneda de cinco dirhams y, aunque convencido de que es demasiado, la pongo en la mano del embaucador (de serpientes, por supuesto), pero, ¡tate! de forma airada, se dirige hacia mí señalando la, para él, ínfima cuantía de la moneda, y pretendiendo que completara la propina.

Me gustaría tener la flema inglesa, sí, pero, ciertamente, no estoy dotado de ese don, así que considero aquello una ofensa y, con un ataque rápido como proveniente del abandonado ofidio, recupero la moneda de aquellas manos oscuras. El hombre intenta forcejear, ahora para no perder sus cinco dirhams..., pero en vano porque los dirhams están ya en mi bolsillo. Seguro, dentro de mil años aún seguirá maldiciéndome ...

Retomamos nuestra calesa. El calesero, encaramado en el alto pescante, maneja, sin arte pero con abundancia su látigo que restalla en las costillas del único y flaco caballo que nos arrastra. Cruzamos así Bab el-Jedid y, por una estrecha callejuela, nos acercamos a los amplios mechuares del ruinoso Dar el-Badia.

Dar el-Badia: Este palacio, mandado construir por Ahmed el-Mansur con dinero portugués (fruto de la indemnización de guerra tras la batalla de los Tres Reyes), fue expoliado por Muley Ismail quien utilizó parte de los materiales para sus obras de Mequínez.
-

Todos estos muros estuvieron recubiertos de mármol, pero Muley Ismail se los llevó a Mequínez dejando sólo este bello montón de escombros.
-
En el-Badia, los dignatarios de otros países presentaban sus respetos a los sultanes saadíes. Uno puede imaginarse al orgulloso sultán, montado en un blanco corcel ricamente enjaezado, tocado con su manto de blanco lino y bajo una alta sombrilla sostenida por un esclavo gnaua, mirar solemne hacia el infinito por encima de los súbditos que le aclaman... Así debió ser, o así, al menos, nos lo pintan los pintores...

Murallas de Marrakech

-

Las murallas de Marraquech pintadas por Sir Winston Churchill

A media mañana avisté los murallones bermejos de Marraquech, dislocados entorno a una ciudad fantasmal. En otro tiempo fue capital del reino y más de seiscientas mil almas se apiñaban en el interior de sus muros. Pero hoy, diezmados por las guerras y por la peste, apenas sobrepasan los treinta mil habitantes.

La muralla es como el anillo de un hombre fornido en el dedo de un niño. Al atravesarla me encontré con que no había calles siquiera. Las calles en las que se agrupaban las casas se rompían, fracturadas a cada paso por huecos y espacios vacíos.

Ramón Mayrata, Alí Bey

martes, 29 de septiembre de 2009

Tajines en la bajada del Tichka

-

-
La bajada Norte del Tichka se hace entre curvas y más curvas, precipicio tras precipicio. Los vértigos apuntan a los más propensos mientras que, todos, hacemos un esfuerzo por confiar en los frenos de nuestros vehículos. Más de 500 metros más abajo, un zigzagueante ued de aguas escasas, nos espera...

De pronto, un alimenticio olor a cordero guisado penetra por las ventanas abiertas de las autocaravanas y estimula la producción de jugos gástricos de forma desconsiderada. Nos detenemos. Es un pueblo difícil, situado en una cerrada curva, en una empinada cuesta, sin sitio donde aparcar y de cuyo nombre, parafraseando a Cervantes, no puedo acordarme, pero es un pueblo con unos tajines de cordero que... Los observamos detenidamente, curioseamos, incluso levantamos ansiosos el cucurucho de barro que tapa el suculento guiso, pero no podemos hincarle el diente porque está reservado para una celebración familiar. ¡Qué pena! En cambio, si es posible comprar chuletas de cordero... claro que, aunque tiernas, tienen un precio no muy distinto al que tendrían en cualquier mercado español. Un poco desilusionados por no poder unirnos al banquete, seguimos nuestro descenso, por Taddert, hacia el profundo valle...



Es mediodía cuando entramos en el amplio y polvoriento cámping municipal de Marraquech. Una tienda bien surtida nos suministra pan y nos disponemos a comer de nuestras provisiones, en la propia autocaravana. Estamos, ahora, a 450 metros de altitud y el calor ha aumentado nuevamente hasta los cuarenta grados...

El Tizi N'Tichka

-


De pronto, la pronunciada barrera caliza queda a nuestros pies y la vista puede extenderse casi hasta el infinito. Situados a 2260 metros de altitud, entre el jbel Bu Uriul y el jbel Tistuit, a nuestra espalda dejamos la amplia cuenca de Uarzazat, con el Sarho y el Sahara aun más allá, delante, Marraquech y la cuenca del Tensift hacia donde nos dirigimos y en donde se asienta el Marruecos más desarrollado.

Aquí arriba, refrescados por un viento que no es tan violento como las guías quieren pintárnoslo, somos asaltados por los vendedores de minerales y artesanía. Sus tiendas se agrupan rodeando una pequeña explanada que nos sirve de aparcamiento. Agatas y ónices, piritas, esteatitas y yesos fibrosos, azuritas y malaquitas, baritinas y todo tipo de minerales nos son ofrecidos al asalto. Cientos de trilobites y ortoceras rodean inmensos anmonites (por supuesto, falsos) que copan los pequeños escaparates. Es difícil huir porque los vendedores no tienen inconveniente en abandonar el protegido espacio de su tienda y seguirte hasta el fin del mundo, si fuera necesario, llámese éste bar, coche o urinario. Quinientos, trescientos, cien... la eterna historia del regateo. Y nunca des un billete grande esperando vuelta porque, en vez de dirhams, te devolverán cualquier otra cosa, ya sea fósil, mineral o espécimen vario encontrado entre sus cachivaches. Si no tienes dinero, tampoco estás a salvo ya que intentarán quedarse con tu reloj, tu camisa o, incluso, con tus zapatos. No, no es posible contemplar tranquilamente ni la belleza sobrecogedora que nos rodea, ni los pastos que dan nombre al puerto (por otra parte, escasos y resecos, en esta época del año). Optamos, pues, por emprender el descenso por la cara Norte del gigante.

__________

Cuento bereber:

Había un hombre que era ladrón y vivía de lo que robaba. Pero un día le dijeron:

- Ten cuidado. El nuevo caid es un hombre honesto e intransigente al que no le gusta ser cómplice de prácticas condenables.

Así que el ladrón quedó preocupado. Pero deseando disipar sus dudas decidió comprobarlo. Robó pues un cordero y lo asó, y luego, cortando la pierna que tenía mejor aspecto y escondiéndola bajo su ropa, se fue a ver al caid y le dijo:

- Mi señor, Alá ha querido que robara un cordero y que me lo comiera. Quisiera saber si eso es pecado o no.

- ¡Qué Alá sea siempre alabado! ¡Un pecado gravísimo, esa carne es impura! -contestó el caid.

- ¡Oh, qué el Clemente se apiade de su siervo...! De todos modos, os he traído vuestra parte.

Y le entregó al caid la pierna de cordero que traía escondida. Éste la cogió y dijo:

- ¡Ah, bueno, está asada! Luego el fuego ya la ha purificado...
-

(Cuento recopilado por Alphonse Leguil)

La ruta del Tizi N'Tichka

-

-
Esta noche hemos dormido bien. Hizo calor, claro, pero los 1200 metros de altitud a que está situado Ait Benhaddu se dejan sentir y el termómetro se tomó un respiro. Recuperado, pues, nuestro ánimo, después del buen dormir, emprendemos la ascensión al puerto del Tichka, principal paso a través del Atlas Occidental.

La subida es, al principio, suave, con un paisaje árido y majestuoso que no difiere substancialmente del que hemos observado en todo el Marruecos presahariano. A nuestra izquierda vamos dejando la kasbah de Tadula, entre palmeras, y la de El-Mdint, de color rosa y decoradas torres, todas ellas antiguas posesiones de El-Hadj Thami el-Glaui, omnipotente pachá de Marraquech hasta 1956. A partir de Ugdal, con un bonito agadir, la carretera empieza a serpentear por la ladera mientras que las primeras cumbres del Atlas van mostrándose en toda su grandeza a medida que nos aproximamos a ellas. La profundidad de barrancos y torrenteras ponen una nota sobrecogedora a estas cumbres inmensas en que Zeus convirtió a Atlas, aquel gigante condenado a sostener el mundo por haber participado en la fallida rebelión de los titanes.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Y el cámping, ¿dónde está el cámping?

-

El Atlas sierve de fondo a las ruinas de lo que debió ser un bello agadir. En estas fortalezas de barro, de carácter comunitario, los bereberes guardaban tanto las cosechas como los enseres propios para protegerlos de la rapiña de nómadas hambrientos o en caso de guerra con otras tribus.
-
Algunos de los compañeros se han retrasado en la visita así que, haciendo de adelantados, salimos a la búsqueda de un sitio para acampar. Alguien dijo que oyó que, según le habían dicho, al parecer, no lejos de allí, había un cámping. Este cree que aquel sabe, el otro piensa que es el uno quien afirma... total, no averiguamos más y andamos los diez kilómetros que nos separan del presunto cámping... que no aparece. Preguntamos. Sí, nos dicen, a once kilómetros de aquí, frente a una tienda de minerales, está fácil de ver... a la derecha. Y recorremos los once kilómetros, pero no vemos el camping. Preguntamos de nuevo. Cierto, el cámping existe, pero aún está otros seis kilómetros más adelante... Y seguimos. Y pasan los seis, y los siete, y los ocho kilómetros... y no hay cámping. Preguntamos de nuevo. Un viejo, enfundado en una chilaba raída, nos contesta:

- Han tenido Uds. suerte, porque yo fui camionero, ¿saben?, y hacía la ruta a Marraquech; sí, me conozco esta carretera con los ojos cerrados. ¿Cámping, dice? No, verá, por aquí no hay ningún cámping, si lo sabré yo que fui camionero...

Nos miramos a los ojos. ¿Qué hacer? Estaba claro, dimos la vuelta, y a recorrer los treinta kilómetros de regreso cuidando de no cruzarnos con el resto del grupo. Cerca ya de Ait Benhhadu nos encontramos con nuestros compañeros. Era ya de noche...

¿Hay futuro en Ait Benhaddu?

-

Ait ben Haddu

-

-
Para llegar al bello pueblo fortificado de Ait Benhaddu es necesario cruzar el ancho cauce formado por la unión de los ueds (aquí llamados asif) Mellah y Unila. Un puente debía permitirnos pasar el río y montar nuestro campamento sobre las cantos rodados de la orilla, pero digo debía porque el puente ya no está, la corriente se lo ha llevado. Ahora, el único acceso al pueblo es a pie o a lomos de camello lo que nos obliga a buscar nuevo sitio de acampada. Claro que, mejor visitamos el pueblo ahora que aún hay luz y luego... ya nos organizaremos.

Cuando el sol poniente ilumina Ait Benhhadu por atrás, a contraluz, una orla dorada aparece sobre las desgastadas kasbahs y largas sombras se proyectan hacia el Este haciendo la visión inolvidable. La entrada al fortificado pueblo no es fácil. Por razones fuera de mi alcance, la puerta principal, que cruza la muralla de adobe por el lado del río, está tapiada, y sin ningún camino de ronda ni indicación al respecto, hemos de saltar de huerto en huerto, dentro del pequeño oasis, hasta poder, a través de una zona de muralla medio derruida, entrar en el recinto. Por las estrechas callejas se suceden los tighremts o agadires que se escalonan sobre la empinada ladera de la montaña, con sus altas paredes fuertemente erosionadas por los vientos y sus adobes convertidos en oro por los últimos rayos de sol de la tarde. Las mujeres de las únicas cinco familias que habitan el pueblo se esconden ante nuestra presencia, mientras que las cabras, las muchas cabras, se muestran totalmente indiferentes a los objetivos de las cámaras.
-


-
Durante el camino de regreso a los vehículos, nuestros ojos se vuelven una y otra vez hacia la derruida alcazaba intentando captar los últimos reflejos dorados de la tarde y retener en la memoria toda su poética belleza. Ait Benhaddu, qué bien suena; Ait Benhaddu, un nombre, un pueblo para el recuerdo.

Muchacha en Ait ben Haddu

-




La alcazaba de Taurirt

-
Tenemos tiempo. La Kasbah de Taurirt queda aquí mismo, a quinientos metros, y tal vez allí el calor sea más soportable, así que optamos por visitarla.
-


Dicen los entendidos, y las guías, que Taurirt es una de las kasbahs más bellas de Marruecos. Hoy está abandonada, pero en sus tiempos fue la residencia del poderoso Glaui, el pachá de Marraquech, amo y señor de todas las tierras del Atlas. En su interior, ricos aposentos adornados de zellig y maderas talladas y policromadas, con ventanas cubiertas de bellos musharebiehs, se comunican entre sí por un laberinto de pasillos y escaleras. Su exterior, en simple adobe, impresiona por su sencillez y grandeza. Sólo las estrechas ventanas rompen la monotonía de unos muros cuya única decoración son pequeñas incisiones geométricas, y cuya cima está coronada por desgastados merlones en escalera ocupando cada una de las esquinas. El tiempo, y la consiguiente erosión de las paredes, ponen esa nota de belleza romántica a esta alta mastaba de barro.



Más allá de Taurirt, la ciudad pierde su interés. Las calles, de moderno e impersonal trazado, son obra francesa de principios de siglo, y el ambiente militar que todavía se respira por doquier nos invitan a dirigir nuestros pasos hacia otros lugares, hacia uno de esos lugares únicos que la UNESCO ha querido proteger designándolo patrimonio de la humanidad.

La alcazaba de Taurirt a la hora de la siesta

-



La ruta de las kasbah: Uarzazat

-
Nada más alcanzar las primeras casas de la ciudad, en las proximidades del aeropuerto, nos detenemos. Es mediodía y, bajo el enorme calor de Agosto, debemos decidir qué hacer con la comida. Dado que no hay una coincidencia significativa de criterios, optamos por la opción individual fijando la hora de reencuentro para las cuatro de la tarde, en este mismo lugar.

Los más rápidos se apresuran a entrar en una pequeña tienda con la intención de comprar pan y agua, fresca si es posible. Al rato salen con cara sorprendida:

- ¿Qué pasa? - preguntamos.

- No sé. El tendero, que está completamente inmóvil, que no hace ni caso. Ni te mira...

Entramos a curiosear. Allí sigue, como en éxtasis, firme, aunque con la cabeza respetuosamente inclinada hacia adelante... Creo que podríamos robarle la tienda sin que por ello abandonara su meditación... y, sin embargo, vivo sí que está. Ya desesperamos de poder comprar nuestro pan, cuando, de pronto, la mente se nos ilumina. "Vamos que es la hora del ángelus...", dice alguien. Un rato más y el buen hombre, y mejor musulmán, cumplida la obligación de la çalat, no tiene inconveniente en vendernos pan y agua, aunque, por supuesto, no fría. Un poco avergonzados por nuestro comportamiento, nos vamos hacia la autocaravana dispuestos a comer.

A menos de cien metros de donde nos encontramos aparcados está el gran suk... y hoy es día de mercado. Bajo un sol abrasador recorremos aquellos puestos variopintos de frutas, verduras, telas confeccionadas o no, menaje para el hogar, frutos secos, montañas de especias de mil colores, cestería, cerámica, plásticos, aperos de labranza, sal, azúcar, pasteles...
-

-
Los paisanos y vendedores se confunden, mientras que las mujeres, con sus manos pintadas de henna y sus caras tapadas, ponen la nota exótica en medio de las lonetas de los toldos. Las moscas y avispas lo invaden todo, aunque manifiestan sus preferencias por frutas y pasteles, y los niños, como todos los niños del mundo, protestan y lloran porque sus madres se niegan a comprarles el juguete que les gusta, tal vez un pequeño carretillo de plástico amarillo. Hacemos las fotos de rigor, compramos unas uvas y, bañados en sudor, buscamos algún sitio más fresco, si es que existe...

La ruta de las kasbah: el Dades

-

Kasbah de Amerhidil

En una hora recorremos los 64 kilómetros que nos separan de Bulmalne, lugar donde la carretera entra en el valle del Dades. A nuestra derecha, los mapas pintan como muy interesantes las gargantas de este ued, hermano del Todra, que nosotros pasamos sin visitar, entrando en una zona en la que se suceden pequeñas aldeas fortificadas, con sus ksur y sus tighremt de adobe de extraordinaria belleza.

Pasamos El-Kelaa M'Guna, un pequeño pueblo situado a la orilla del ued M'Gun, famoso por su producción de agua de rosas de la que los marroquíes son grandes consumidores, y comenzamos a subir el Tizi-n-Taddert. El paisaje se ensancha hasta divisarse por el Sur, a muchos kilómetros, la cordillera del Sarho, mientras que, por el Norte, a nuestra derecha, el Atlas sigue dominando todo el paisaje. Fuera del oasis que bordea el río, un gran escenario desértico de belleza indefinible sirve de decorado para la realización de numerosas películas.

Pasado el puerto, Skura es otro de los pueblos notables de nuestra ruta. Sus numerosas kasbahs, entre el palmeral de un verde oasis, tienen como fondo un espectacular paisaje de montaña. En sus proximidades, se encuentra la magnífica kasbah de Amerhidil, una de las más grandes y bellas de toda la ruta.

Luego la carretera, bordeando las aguas azules y transparentes del embalse El-Mansur-Eddahbi, alcanza Uarzazat, encrucijada de caminos entre los valles del Dades, Draa y Sus y situada en una amplia planicie desértica.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Tighremt o agadir en Ait ben Haddu

-

Noche en las gargantas del Todra

-


Hacía ya tiempo que la noche era nuestra compañera cuando, a los postres de una cena ligera, qué pequeño es el mundo, alguien golpea en nuestra ventana. Abrimos. Un par de caballeros a caballo de enormes y rugientes monturas mecánicas, enfundados en sus armaduras de cuero y llenos de polvo hasta el punto de hacer invisible su cara a través de la visera, nos saludan con un "buenas noches".

- ¿Qué hacéis por aquí? - preguntamos.

- Uf, es una historia muy larga. ¿Habéis visto por aquí a tres compañeros nuestros, también en moto?

- No, no. ¿Queréis beber algo?

- Bueno, un poco de agua, gracias. Oye, ¿ésto qué son, las gargantas del Dades?

- ¡Noo...! Estas son las del Todra.

- ¡Joder! ¿No tendréis un mapa por ahí...? Es que hemos quedado con ellos en Bulmalne y... nos hemos perdido ahí arriba, en el Atlas, en una mierda de pistas.

- Sí, mira... Pero Bulmalne queda en el Dades, claro, ¡a más de 60 kilómetros... y a estas horas!

- No, si el problema es que estamos hechos una mierda. Bueno, gracias, vamos a ver que hacemos...

Y se van río abajo. Me quedo viendo sus pilotos rojos y escuchando aquel rugir estruendoso. Al poco rato, cuando aún comentábamos sobre su marcado acento catalán y su escudo del Barça pegado en el pecho, las dos motos aparecen de nuevo río arriba. "Mira, se van al hotelito de enfrente", comentamos. Y hacen bien, porque, se pueden hacer locuras, pero luego hay que descansar. Nos acostamos pensando qué pasaría si, como consecuencia de una gota fría, sobre el alto Atlas comenzara a llover y... pero el cansancio nos rinde y nos quedamos dormidos. A las cinco de la mañana, el arrancar de las motos entre aquellos farallones me despierta. "Poco pudieron descansar", pienso, y sigo durmiendo.

Son ahora las nueve de la mañana en Marruecos, una hora más en Canarias (y, por tanto, dos más, es decir, las once, en Madrid). Las autocaravanas se ponen en marcha y, por entre las enormes paredes verticales, pisando el fondo del río que apenas lleva agua, descendemos hacia el bellísimo oasis de Teneghir. Unos kilómetros más abajo nos espera la carretera que ha de llevarnos a Uarzazat...

Una tarde en las gargantas del Todra

-


A pesar de que la temperatura ambiente ha refrescado significativamente en comparación con la padecida en días anteriores, una vez aparcados los vehículos, todos corremos raudos a la pequeña terraza del hotel en busca de algo frío. La consiguiente desilusión nos deja un tanto perplejos, lo que no nos impide aprovechar, ya que estamos allí, para comer. La temperatura en el interior del restaurante no se diferencia mucho de las sufridas hasta hoy pero, eso sí, la comida es bastante mejor, y es que, si la ensalada es la misma de siempre, los tajines no tienen comparación.

Una vez comidos, antes de recorrer el gran cañón, aprovechamos para disfrutar de uno de los pocos grandes inventos de nuestro pueblo: la siesta. Luego, el recorrido por aquel impresionante tajo de unos veinte metros de ancho, más de trescientos de alto y otros trescientos de largo, nos permite observar a las familias marroquíes que disfrutan de un día de campo: unos aprovechan para lavar el coche, otros para lavarse los pies, los más pequeños intentan nadar en los pequeños charcos que forma el riachuelo, los mayores aprovechan para beber aquellas aguas que, dicen, son muy saludables y, por fin, hay quien imita nuestros gustos y opta por una reparadora siesta...

Es ésta una tarde de relax en un viaje agitado. Mientras paseamos pensamos en que hoy sí, hoy vamos a poder dormir y recuperar una parte de nuestras fuerzas perdidas...

jueves, 17 de septiembre de 2009

Las gargantas del Todra

-
-
El Todra, un impetuoso río de montaña que nace en lo más alto de la cordillera del Atlas, apenas lleva agua en esta época del año. Pero cuando se observa lo que fue capaz de hacer con las rocas calizas que, por el Norte, bordean Teneghir, uno imagina con facilidad lo que debe ser este ued cuando un deshielo repentino del Alto Atlas acrecienta su cauce hasta convertirlo en un verdadero río. Sin embargo, cuando estratos más blandos le permiten expandirse, su cauce se anchea formando, a su paso por Teneghir, un valle verde, un oasis fértil y bellísimo. Luego, sus aguas limpias, después de mezclarse con las del Rheris, se encaminan hacia el Tefilalt donde se pierden entre las arenas del desierto.
-
La entrada a las gargantas se hace por una estrecha carretera que sigue, en principio, la orilla derecha del río para, ya en las proximidades de la garganta, meterse en el propio cauce. Por él continúa hasta convertirse en una difícil pista que asciende las escarpadas laderas del Atlas. Con las autocaravanas, el ascenso por el río es lento a causa de los cantos rodados que forman su lecho, pero el trayecto es muy corto. Al llegar a la zona central de las gargantas, entre unas paredes verticales de trescientos metros de alto, el cauce se ensancha ligeramente, permitiendo la existencia de un pequeño hotel y de un espacio en el que podemos aparcar. Son las dos de la tarde.

Del Rheris a las gargantas del Todra

-
El regreso desde el Erg Chebbi lo hacemos directamente a Erfud sin mayores contratiempos. Aquí repostamos nuevamente, y luego tomamos la carretera 3451 que, bordeando el Ued Rheris, nos lleva a enlazar con la carretera de Uarzazat.

El valle del Rheris, con sus pequeños pueblos fortificados y sus numerosas palmeras, ofrece un interés especial por sus curiosos sistemas de riego, las jetaras. Son éstas unas conducciones subterráneas que permiten el transporte de agua al nivel de la capa freática, evitando así los problemas de pérdidas causadas por la permeabilidad del terreno y la alta evaporación existente en un clima tan seco. Para la realización de estos canales, se perfora un pozo vertical hasta llegar a la capa freática, y luego se avanza horizontalmente, en túnel, unos diez o quince metros, en donde un nuevo pozo permitirá la continuación de la obra. La realización artesanal de las jetaras, deja sobre la superficie los montículos de tierra correspondientes a la excavación de los pozos, semejando un paisaje salpicado de enormes hormigueros alineados a lo largo de la conducción.
-


Pasadas las estrechas y profundas gargantas calizas, el Todra se expande y forma, a la altura de Teneghir, un bellísimo oasis. Más allá , sus aguas se pierden en las arenas del desierto.

En Tinejdad, la carretera secundaria 3451 se une a la P32 que, proveniente de Er Rachidia, se dirige a Uarzazat. A nuestra izquierda, un pequeño río nos conduce primero a Tinerhir y, más arriba, subiendo hacia el Atlas, hasta las impresionantes gargantas del Todra.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Le guide bleu

-

Amanecer en la gran duna

-
A estas horas de la mañana los camellos parecen estar en su "hora punta" transportando turistas, ansiosos de ver amanecer desde la más alta montaña de arena del erg Chebbi. El recorrido es sólo a lomos de camello en su primera parte porque, a partir de determinado punto, la ladera se empina demasiado y los camellos no pueden subirla. Desde aquí es necesario hacer una penosa ascensión a pie hasta la cumbre, a 300 metros de alto sobre la llanura circundante, que sólo es posible si se toma con la calma y la fortaleza necesarias. Por cada metro que pretendes avanzar te hundes en la arena y retrocedes ochenta centímetros... y si cometes algún despiste puede que hasta más.
-


Para cuando el sol se asoma, los sucesivos montículos que conforman lo alto de la gran duna están repletos de turistas que, sentados, esperan el acontecimiento. El saber de dónde ha salido tanta gente es para mi un misterio aún por resolver, pero el espectáculo de esa gente poblando las cumbres del desierto parece algo tan grandioso como el propio amanecer.
-
Unas nubes lejanas y oscuras alivian con su sombra el descenso de las dunas, y un desayuno abundante nos espera para darnos las fuerzas con que cruzar nuevamente la hammada en nuestro regreso a Erfud.

Dormir... ¿dormir?

-


-
Las estrellas han recuperado su puesto en el firmamento y el viento tempestuoso ha dejado paso a una calma total. En la oscura y cálida noche del desierto sólo se oye el sonido rítmico de los tebilats, que los muchachos del albergue golpean con destreza y que, en medio del silencio casi absoluto de la noche, suenan con un estruendo infernal.
-
Después de un corto paseo por el borde de la gran duna, el cansancio y la tensión de un día agotador nos incitan al descanso; pero el enorme calor no augura un sueño precisamente fácil (¿quién dijo que, en el desierto, refresca por las noches?) Las horas transcurren lentas, entre vueltas y más vueltas, y la tensión de un día agitado pasa su factura: molesta la música, molesta el calor, molesta todo... y la noche se hace eterna.
-
Cuando la primera claridad se vislumbra por el lado de la Meca, con las aún puestas ojeras de una noche desaprovechada, nos levantamos... porque es el momento de presenciar, dicen, un amanecer único.

Cena a la luz de un candil

-

No hará falta decir que el pequeño albergue, ante el que estamos aparcados, carece de luz eléctrica. Tampoco hay generadores ni nada parecido, y lo que es más, ni siquiera la esquiva luna ha querido estar hoy disponible. El cielo está lleno de estrellas, cierto, pero, sobre la mesa en que nos preparan la comida es difícil distinguir un vaso de una servilleta. Sí, hay un candil de gas, claro, pero un solo candil, casi sin llama y que no alumbra más que un mechero... Y lo que es peor, el viento está aumentando. La fina arena empieza a golpear vasos y botellas y el polvo va ocultando lo que antes era un bello cielo cubierto de estrellas.
-
De pronto todo vuela y, a oscuras, salimos corriendo hacia el interior del local. En la puerta chocamos con los que intentan salir de nuevo. El calor interior es inaguantable, dicen. Hay un momento de duda e indecisión, que si para dentro, que si para fuera, pero la tormenta arrecia dejando una sola alternativa. Al entrar, una bocanada de aire cálido y húmedo, proveniente de un local todavía a oscuras, golpea nuestra cara. Alguien mueve la débil luz exterior del farol hasta que, después de unos segundos, entra sosteniéndolo en su mano derecha. Ya podemos ocupar nuestros sitios...
-
Sentados a la mesa, escasamente iluminada por la luz tenue del solitario candil, bebemos con ansiedad la tibia agua que van trayéndonos, siempre en cantidades insuficientes para saciar nuestra sed, y nos aplicamos en luchar contra las gotas de sudor que, rebeldes, luchan por caer en los platos. Por las rendijas de las ventanas se cuela el polvo que acaba casado con el sudor de nuestras frentes.
-
La ensalada está servida. Las finas rodajas de tomate y cebolla saben a tierra, y el agua está cada vez más caliente. ¡Qué traigan ya el cuscús!, dice alguien, y el cuscús viene. Una enorme montaña de sémola llena el plato pero... ¿y las verduras? ¿y la carne? En aquella humedad oscura que el calor del desierto pinta tormentosa, la cena es corta y rápida. Para cuando, a los postres, llega la música de laúdes y tebilats, la tormenta ya ha pasado, y en la calma que la sigue muchos de nosotros buscamos una brizna de brisa que pueda refrescarnos.

martes, 15 de septiembre de 2009

El Sahara de Paul Bowles

-
Cuando se llega al Sahara por primera vez o décima vez, se nota inmediatamente la paz que reina allí. El aire tiene algo de amortiguador, como si la calma fuera una fuerza consciente que, rehusando la intromisión del ruido, lo redujera y disipara enseguida. Y luego está el cielo, al lado del cual todos los otros cielos son sólo pálidos reflejos.

Paul Bowles, Cabezas verdes, manos azules.

Las dunas y los camellos

-



De pronto, en el lejano horizonte, aparecieron las enormes montañas de arena, las grandes dunas de Merzuga, el Erg Chebbi de los mapas. Delante de ellas, una pequeña construcción de forma cúbica nos recuerda la pequeña y calurosa venta que dejamos atrás. Sobre la arena dorada, acompañados por flacos camelleros vestidos de azul, descansan media docena de camellos (en realidad, tienen una sola joroba, por lo que debería llamarlos dromedarios, pero ¿cómo llamar a su cuidador, dromedariero?), camellos, digo, que parecen estar esperándonos.
-
Aparcamos nuestros cacharros y, antes de que llegue el ocaso, "transbordamos" a aquellos viejos dueños del desierto para que, a sus lomos, nos paseen por las suaves colinas del gran erg.
-
Montarse en un camello no es cosa fácil. En principio, el animal nos recibe agachado, apoyado sobre sus patas dobladas, lo que permite ocupar la montura de forma más o menos cómoda. Pero luego, cuando el animal trata de ponerse en pie, la cosa se complica. En un primer tiempo, el camello levanta su parte anterior hasta apoyarse en sus rodillas delanteras: la cosa se pone cuesta arriba. Viene luego un segundo tiempo, más difícil, en que el animal, levantando sus cuartos traseros de repente, estira completamente sus largas piernas: ahora la cosa va de toboganes. Finalmente, en el tercer tiempo, se alcanza la horizontalidad al adoptar la definitiva posición de paseo. El alivio es inmediato, hasta que se mira y se ve cuán abajo queda el suelo...
-
La forma de montar a camello descrita es correcta cuando las cosas marchan bien. Pero nadie como Fernando sabe que los camellos no siempre son de fiar, a veces se encabritan y lanzan mordiscos a diestro y siniestro y, si consigues evitar su enorme dentellada, puede que no seas capaz de evitar el choque violento de su dura cabeza contra la tuya, pero estamos en un viaje de placer...
-
La caminata por las dunas resulta agradable, aun cuando los camellos andan con un ritmo especial. Cuando es cuesta arriba, todo marcha bien, pero en las bajadas pronunciadas, sobre suelo de blandas arenas, la cosa cambia algo y el miedo se libera. Por demás, la puesta de sol vista desde la gran duna de Merzuga (300 metros de alto) tiene mucho de belleza y más de romántica espera. Hacia el Sur, cincuenta jornadas nos separan de Tomboctú...

Tormentas de arena

-

En fila, con las luces encendidas para no perdernos, cruzamos la inmensa llanura recubierta de piedras negras como el carbón. Una enorme cortina de arena, que el viento arrastra a gran velocidad, se acerca por el Oeste.

Precedidos por el todo terreno de nuestros guías, continuamos por aquel camino inhóspito y solitario. De vez en cuando, algún vehículo se cruza con nosotros, a cierta distancia, como los barcos se cruzan en alta mar. El polvo va haciéndose más denso y, ahora, una nube de arena parece dirigirse hacia nosotros. El viento va haciéndose más y más violento y el polvo nos obliga a encender las luces y nos dificulta la visión de la autocaravana que nos precede. A ras de suelo la arena más gruesa se desplaza a gran velocidad mientras que la mas fina va elevándose hasta golpear las ventanas de los vehículos; más arriba, la inmensa nube de polvo oscurece la tarde de forma dramática.

Con las ventanas cerradas, el calor y la humedad aumentan y aumentan. Tenemos dificultades para seguir al vehículo anterior del que tememos perdernos. Mariló, nerviosa, hace tiempo que dejó el vídeo a un lado: "¿por qué no paran?", pregunta. La falta de visibilidad oculta totalmente el suelo y todas las piedras parecen cruzarse en nuestro camino. "Porque ellos tienen un todo terreno, ¿comprendes?", contesto.
-
Y en aquel asfixiante calor de desierto, la nube de polvo y arena se pierde por Oriente con la misma rapidez con la que se había acercado desde Poniente. Apagamos nuestras luces, abrimos las ventanas... y respiramos. Aquel sol, del que primero queríamos ocultarnos y al que luego tanto anhelamos, está ya en su sitio, y el inmenso pedregal recupera la tranquilidad perdida, ahora sólo interrumpida por el traqueteo de los vehículos.
-

Las dunas de Merzuga

-


Emprendemos viaje hacia Merzuga en medio de un vendaval que nos azota de forma inmisericorde. La hammada, zona llana de desierto recubierta de piedras, se extiende ante nosotros limitada sólo por las grandes nubes de polvo que, ahora lejanas, cruzan impetuosas de Oeste a Este.
-
En nuestro camino, no seguimos una pista definida sino las roderas de otros vehículos que nos han precedido y que nos acompañan paralelas, o bien, se cruzan y entrecruzan una y otra vez.
-
Cuando roderas repetidas han ido formando un camino más marcado, éste debe abandonarse frecuentemente para evitar las pequeñas ondulaciones del suelo que transmiten a los vehículos violentas vibraciones. Estas vibraciones pueden eliminarse circulando a una velocidad en que las frecuencias de oscilación de los vehículo no entren en resonancia con las generadas por la pista, pero eso queda, a menudo, fuera de las posibilidades de las autocaravanas y se reserva para los "Carlos Sainz y cía".
-
Si se circula por terreno virgen, entonces la piedras, que no han sido apartadas por otros coches y que tienen el tamaño de puños, saltan y amenazan la integridad de "bajos" y neumáticos. La solución a los problemas anteriores pasa por engranar la primera o segunda velocidad y viajar a paso de camello.
-
De vez en cuando hemos de atravesar el cauce seco de algún pequeño ued que el viento ha recubierto de arena. Entonces las dificultades aumentan pues las autocaravanas se deslizan o patinan quedando, a veces, bloqueadas. Al coger impulso para conseguir pasar, los vehículos caracolean de forma llamativa sin que la cosa llegue a mayores salvo cuando una traicionera piedra o roca, oculta bajo la arena, aparece debajo de una rueda. Entonces la autocaravana, brincando por los aires, parece desencajarse y todos los utensilios se desparraman por el suelo.

Piscina o espejismo

-

Una cuadrada muralla de adobes se levanta en medio de la hammada ilimitada. Pequeños merlones en sus cuatro esquinas la asemejan a un viejo ksar pero, en uno de los laterales y después de una corta escalera, hay una puerta que nada tiene que ver con la fortaleza citada. En el lienzo que mira al Norte, en un letrero casi borrado, se puede leer: piscine. ¿Será verdad? Los niños saltan de alegría. La temperatura en la autocaravana roza los cincuenta grados, la temperatura exterior no tiene ningún significado porque, sombra no hay y la temperatura al sol no es medible.

Nos detenemos y, efectivamente, allí en medio del desierto, próxima a un mísero albergue, hay una pequeña alberca de fresca agua pardo-verdosa, agua a fin de cuentas, a la que se accede tras subir una corta escalera. La discusión sobre las condiciones sanitarias de tal agua aún continúan cuando los primeros bañistas, los niños, están ya nadando...
-
Pensamos que en aquel chiringuito nos podríamos refugiar durante las horas de más calor y aprovechar para comer y beber algo, pero la dicha nunca es completa. Si nuestros frigoríficos, por ser de absorción, han dejado de enfriar en cuanto sobrepasamos los cuarenta grados, los de la pequeña venta no deben funcionar mejor porque el agua embotellada está cinco grados más caliente... que la de la piscina. Qué comer tampoco hay mucho pero, como contraste, el ventero toca estupendamente el laúd acompañado a los tebilat, ahora por su hijo, ahora por su hermano.
-
Tumbados en unas alfombras escuchamos música y bebemos agua caliente en botellas de a litro y medio, agua que de inmediato eliminamos por todos los poros de nuestra piel. En esto estamos cuando una fuerte tormenta de arena se acerca por el Sur-Oeste. Cerramos puertas y ventanas mientras los músicos aumentan el ritmo de la melodía. El viento ulula en el exterior y se filtra por las rendijas llenándolo todo de arena. La humedad aumenta. ¿Cuanto durará ésto? Nos contestan que poco y aciertan porque cinco minutos después el viento ya está en calma.
-
Salimos al exterior y comprobamos que la gran nube de arena y polvo está ya a unos quinientos metros de nosotros pero, por el otro lado, a similar distancia, se acerca otra nueva... Y así, entre tormenta y tormenta, esperando la calma definitiva que no llega, entre músicas, sudores y botellones de agua, nos dan las cinco de la tarde. No podemos esperar más... Merzuga nos espera.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Nuestro hombre de azul





Mercado de burros en Rissani

-

Rissani


Son las doce de la mañana cuando alcanzamos Rissani y nos detenemos en la amplia plaza situada frente a la puerta de entrada a la medina. Pepe, el guía, sale del Mitsubishi y se acerca con su termómetro en la mano. Me lo enseña: ¡58 grados! No me asusto, pues sé que esa no es la temperatura ambiente sino la del interior del coche, así que, cojo el termómetro en la mano y me dedico a airearlo, manteniéndolo en la sombra. Menos mal, diez minutos después ya había bajado a 45...
-
Mientras, achicharrados, intentamos tomar una decisión en la propia acera, un hombre azul se acerca y se compromete a enseñarnos la medina, gratis, por supuesto. Se lo he escuchado muchas veces a mi amigo Antonio: nunca aceptes nada gratis porque es caro..., dice, pero éste no es momento de pensar, así que seguimos al buen hombre. Cruzamos la imponente muralla, andamos diez metros, doblamos una esquina y, cinco minutos más tarde, estamos todos sentados tomando té con menta en una tienda de alfombras. Total, sesenta mil pesetas que me costó el té... con alcatifa.
-

La vieja medina, mandada construir por el cruel sultán alauita Mulay Ismail, fue en tiempos capital del Tafilalt, lo que significaba el control de un importante tráfico caravanero. Hoy la medina ha perdido importancia frente al gran suq en el que todos los martes, jueves y domingos (y hoy es domingo) se desarrolla un animado mercado.
-
El suq (zoco) está rodeado de altas arcadas laterales bajo cuya sombra se colocan los carniceros y algunos fruteros y verduleros. El resto de los puestos como alfareros, quincalleros, vendedores de ropa, de especias, de frutos secos, etc. son menos afortunados y sólo disponen de un pequeño toldo con que protegerse del sol. Vendedores y compradores forman un conjunto variopinto y lleno de color que hace las delicias de los aficionados a la fotografía, cuyo reto es pasar desapercibidos entre la gente para que los paisanos, opuestos a ser fotografiados, no den al traste con la foto ocultándose o negándose abiertamente a ser fotografiados.
-
La belleza y encanto del suq quedan un tanto mermados a causa de las muy altas temperaturas que hay que soportar a estas horas del día, lo que nos hace acortar bastante la visita. Regresamos, pues, a las autocaravanas, bajo un sol ardiente, preludio de las auténticas saunas que son los interiores de los vehículos.

A la salida de la ciudad, dejamos a nuestra izquierda el valle del Ziz y nos incorporamos a una pista polvorienta que debe llevarnos, más allá de la hammada, hasta el gran erg de arena... pero, transcurridos unos kilómetros nos detenemos en lo que podríamos llamar chiringuito del desierto.

domingo, 13 de septiembre de 2009

El Tafilalt. Erfud

-
Desde Er Rachidia a Erfud, la carretera sigue el margen izquierdo del río Ziz entre palmerales que ponen una pincelada de verdor al paisaje desértico del horizonte. El recorrido, de unos 75 kilómetros, tiene un gran interés paisajístico, permitiendo bellas vistas sobre el palmeral salpicado, aquí y allá, de viejas kasbahs. Es el Tafilete, la región de los filali, la que dió nombre a esa conocida y suave piel de cordero.

Erfud.Los ríos Ziz y Rehris alimentan el gran oasis de Erfud situado en el borde mismo del desierto. Sobre este gran oasis se desarrolló desde el siglo pasado una ciudad moderna que sirve de avituallamiento antes de las duras rutas saharianas. Llenamos, pues, nuestros tanques de combustible y de agua, comprobamos la presión de los neumáticos, los más precavidos instalan medias delante del filtro de aire y salimos, ansiosos, hacia el desierto.

La ruta sigue a lo largo de los valles del Ziz y del Rehris que nos acompañan, uno a cada lado de la carretera. Sobre el inmenso oasis se asienta el mayor palmeral de todo Marruecos.

A unos centenares de metros de Rissani se encuentran las desgastadas ruinas de la que fue fastuosa ciudad de Sigilmassa:


Bajamos los montes del Ziz, a través de inmensos palmerales de frutos tiernos y exquisitos, en dirección a la llanura donde se halla Segelmesse. O mejor debería decir donde se hallaba esa ciudad tan admirada por los viajeros de los tiempos pasados. Decían que la había fundado el propio Alejandro Magno, que su calle mayor tenía la longitud de medio día de marcha, que todas sus casas estaban rodeadas de un jardín y de un vergel, que poseía prestigiosas mezquitas y madrasas célebres.


Amin Maalouf, León el Africano.

martes, 8 de septiembre de 2009

Retrato en una aldea cercana a Midelt

-


Un hombre, un amigo


Son las cinco de la tarde y un ambiente asfixiante nos envuelve. Los goterones de sudor se deslizan por la cara mientras deambulamos de un sitio para otro buscando una pequeña brisa que nos alivie. En la autocaravana el termómetro marca 48 grados, en el bar de enfrente no hace menos calor, en la calle quema el sol y la sombra escasea...

- ¿Qué tal está el niño?
- Mal. Acaban de ponerle el termómetro y... treinta y nueve. Le han dado aspirina y ahora acaban de ponerle un "febrectal". Lo van a llevar al médico y a ver...

Con una temperatura ambiente tan alta no es fácil luchar contra la fiebre. Todos estamos un poco preocupados.

- El "febrectal" que teníamos se lo he dado para el niño -me dice Mariló-. Creo que deberíamos ir a una farmacia y comprar más, por si acaso.

Nos acercamos a la tienda de al lado para preguntar dónde hay una farmacia. La tienda, de unos dos por cuatro metros cuadrados, está bien alfombrada y sobre las paredes cuelgan variados artículos de regalo. El dueño, un chico joven llamado Larby, sentado en el suelo con unos clientes, toca los tambores mientras ellos toman un té con menta. Cuando le pregunto por una farmacia, se vuelve raudo hacia el chico que está a su lado y le dice:

- Sharif, acompáñales.

En silencio sigo al chaval. Cruzamos un par de calles, doblamos una esquina y unos metros más allá, escondida tras una palmera polvorienta, está la farmacia. ¡Mala suerte! ya está cerrada. Sharif, trece años, lee el cartel escrito en árabe, que, tal vez, indica donde hay una farmacia de guardia. Me hace una seña y retornamos por el mismo camino. "No era eso", pienso, y continuo en silencio.

Llegamos a la tienda de Larby, una tienda sin nombre, y entramos. Sharif dice algo en árabe y Larby, sin pensarlo, mete su mano en el bolsillo y saca un manojo de llaves. Toma, me dice, y comprendo. Salgo a la calle detrás del chico que me señala la puerta de un viejo y destartalado VW Golf . No hace falta introducir la llave, el coche tiene abiertas sus dos puertas.

Y en aquel coche, cedido por alguien que ni me conocía, conduzco hasta la farmacia de guardia donde compro algo parecido al "febrectal". De regreso, le doy las gracias a Sharif y a Larby y luego, ya solo en el calor de la tarde, me quedo pensativo: ¿Quién, en Europa, en parecidas circunstancias, prestaría su coche a un desconocido...? En mi mente suena monótona una frase: gracias Larby, porque personas así, en una tierra tan lejana y tan dura como abrasadora, aún recordáis a uno que vale la pena ser... un ser... humano.

Er Rachidia, la puerta del Tafilalt

-

Aunque Er Rachidia no tiene en sí misma un interés turístico significativo, su localización en un cruce de caminos entre las vías que desde el Norte conducen al Tafilalt, y más allá, al Africa central, y la vía que, proveniente de Uarzazat y la costa, se dirige hacia Figuig y Argelia, hacen de ella un lugar de paso inevitable.

Esta ciudad, de construcción reciente y nombre adoptado en 1979 en memoria de Mulay Er Rashid, sucesor de Muley Alí Sherif, el instaurador de la actual dinastía aluita o cherifiana, tiene un trazado geométrico con calles anchas y casas impersonales. El tráfico es fluido y el aparcar nuestros vehículos en plena ciudad no es difícil, aunque el hallar una ansiada sombra resulte imposible.

Con una temperatura ambiente que sobrepasa de largo los cuarenta grados, el encontrar un local con aire acondicionado sonaría a bendición divina. Pero la baraka es algo que sólo poseen los elegidos, es decir, los shorfa o descendientes del profeta y, Hassan aparte, no hay por aquí nadie con tal ancestro. Así pues, hemos de mal comer en un local en el cual hasta las moscas llevan abanico. Claro que, el hablar de comida debe reservarse para restaurantes de varios tenedores, y éste que nos ocupa sólo tiene un tenedor y aun éste, tal vez, sólo de postre. Damos, pues, por concluido el asunto y salimos a la calle en busca de una brisa que no llega.

A esta hora deberíamos continuar nuestro viaje hacia el Tafilalt si no fuera porque uno de los niños del grupo está con fiebre. Aunque se le administran antipiréticos, finalmente sus padres, con buen criterio, deciden llevarlo al médico antes de emprender el viaje. Parece que el doctor les atiende eficazmente y el niño, que tenía anginas, no tarda en recuperarse del todo.

Arreglado el asunto clave, tal vez deberíamos tomar ahora la carretera hacia Erfud, pero una amenazadora tormenta, de viento y arena, que no de agua, nos aconseja lo contrario. Pasado un tiempo de espera consideramos que ya es demasiado tarde para salir y decidimos dormir aquí.

Entre un nuevo repunte de la tormenta, envueltos en una nube de polvo, conducimos hasta un viejo camping abandonado donde pensamos acampar. El Sol se divisa ya débil y amarillo tras la polvareda y planea, para dentro de unos minutos, esconderse detrás del cementerio próximo. "No es mal sitio para acampar", pensamos, pero el morenito lo estropeó todo.

El negro. Dicen que los marroquíes son un tanto pesados y, aunque desees defenderlos, a veces no te dan oportunidad. Claro que las generalizaciones son injustas y, por otra parte, todos nos volvemos pesados cuando nuestros estómagos están vacíos y protestones. Así que, esto de los estómagos vacíos, desgraciadamente muy abundantes en Marruecos, justifica en parte su injusta fama...

El caso es que el negro era pesado. Quizá por lo del estómago, seguro, pero era pesado. Su intención era quedarse de vigilante toda la noche a cambio de una pequeña propina, pero claro, quien más quien menos, se sentía más seguro solo que dudosamente acompañado. Así que, el buen hombre decidió visitar una a una todas las autocaravanas. En una no le daban nada, ante lo que insistía e insistía... En otra, por ver si se iba, le daban alguna cosa... pero, entonces, la insistencia era doble. En la tercera tenían dudas... y mientras tanto el muchacho insistía. Pasaban las horas y el negro seguía. Ahora recibía un grito en una, ahora le daban con la puerta en las narices en otra, en ésta no le hacían caso, en la otra... Y el moreno insistía e insistía. ¿Dormir? imposible, todos vigilando: que viene hacia aquí... No, no; se para en la de los "franceses"... De vez en cuando se tomaba un descanso y aprovechaba para hurgar en la basura, luego se levantaba y se asomaba aquí, se iba allá, volvía... y todos sin dormir.

Por la mañana todo el mundo se preguntaba: "¿y el negro?" "¿qué fue del negro?" Pero el negro ya no estaba...

El embalse de Hassan Addakhil

-
La aparición del embalse de Hassan Addakhil nos produce una viva sorpresa. Sus aguas cristalinas ponen una nota de color en medio de una pisaje desolado.

El alto Atlas

-

De repente, como por sorpresa, la carretera comienza una suave ascensión hacia el Tizi n'Firest y el paisaje se vuelve más duro y descarnado. El Ziz, ahora por nuestra izquierda, luego por nuestra derecha, avanza calmoso, muchos metros más abajo, haciendo meandros en un espacio ganado, en dura pugna, al Alto Atlas. En la garganta excavada por el río, se perciben los potentes estratos que, como costillas, parecen sostener todo el entarimado geológico de la montaña. La belleza salvaje de este terreno inhóspito conforma una estampa memorable.

El "TT" de los guías traza una suave curva ascendente, tras la cual puede observarse un gran trozo de carretera. Aprovechamos para echar un vistazo hacia atrás y comprobamos que parte de la comitiva no viene. Se detienen los guías, nos detenemos los demás, y miramos... Javier, el "farolillo del grupo", lleva una emisora con la que no hay contacto, seguramente a causa de lo montañoso de la zona. Esperamos. Es el momento de observar y disfrutar con detenimiento del paisaje e imaginar lo que sería con una iluminación adecuada en vez de la proporcionada por este sol que cae vertical y aplana y difumina todos los contornos (¡eterno lamento de fotógrafo...!)

Cuando los guías optaban por re-andar lo andado para comprobar qué había ocurrido, los vehículos rezagados aparecen en lontananza, raudos, como queriendo recuperar el tiempo perdido. No, no había sido la pedrada de un muchacho airado sino el más vulgar pinchazo que siempre aparece en momentos inoportunos.

Seguimos luego, nuestro camino, por este lugar a donde la civilización no parece haber llegado. Quizá por eso nos sorprende el encontrarnos con un pequeño túnel, oscuro e inesperado. Túnel del Legionario se lee en el cartel, y dicen que a su lado, otro cartel ya desaparecido aclaraba: Lo hicimos porque se nos ordenó pasar y la montaña se interponía en nuestro camino...


En la bajada, las curvas de la carretera son algo más pronunciadas, aunque permiten mantener una conducción cómoda y, hasta cierto punto, relajada. La profunda garganta del Ziz sigue acompañándonos a nuestra izquierda y, cuando, acostumbrados a aquel paisaje espectacular, nos relajamos un tanto, aparece ante nosotros la mancha de color azul verdoso del embalse de Hassan Addakhil que nos produce una viva sorpresa y cuyas aguas cristalinas son como una nota de color en medio de un paisaje desolado, lunar.

Al final del trayecto está la joven ciudad de Er-Rachidia. Es casi mediodía y el termómetro alcanza los 43 grados centígrados, pero ésto no es todo porque nuestro frigorífico, cuyo gas no condensa más allá de los 35 grados, hace ya tiempo que dejó de funcionar.