jueves, 1 de octubre de 2009

De la Menara a la Jemaa el-Fnaa

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Pasamos por delante de Dar el-Majzen y luego, por la avenida de Humman el-Fetuaki, nos dirigimos hacia el corazón de la medina.

Creo que ya lo he dicho, el caballo es flaco y parece cansado. El dueño lo fustiga continuamente intentando que siga el ritmo de las calesas que nos preceden, calesas que no tienen un caballo sino dos..., y el animal no puede. Era de esperar...

Quizá por escasez de fuerzas, quizá porque el suelo está deslizante, lo cierto es que el noble bruto se va al suelo. Bajo los latigazos salvajes del calesero, los empujones de los ayudantes voluntarios, las caras asustados de quienes seguimos en el coche, el caballo patalea una y otra vez sin conseguir incorporarse. Sus herraduras patinan sobre la resbaladiza calzada y no aparece ni un pequeño resalte en que apoyarlas para hacer fuerza.

Parece una estampa de dibujos animados en la que la gracia se hubiera congelado en la cara de los presentes. Cada latigazo levanta ampollas en nuestros corazones, nos recuerda un mundo duro y descarnado, un mundo desagradable. Ahora de pie, en la acera, somos incapaces de echar una mano. Claro que, muchas otras manos, más capaces y expertas que las nuestras, se multiplican ayudando: sueltan la calesa y tiran de los arreos hasta que, por fin, se restaura el equilibrio.

Camino de la gran plaza nuestra mente se mantiene ausente, saturada, confusa. ¿Deberíamos bajarnos? ¿Deberíamos pagar a este buen hombre para que se vaya a su casa y deje descansar al caballo? ¿Serviría de algo? Posiblemente, no. Volvería al camping a cargar de nuevo... Tal vez, también a él le duela todo ésto, si no en las piernas, sí en los estómagos de unos niños que dejó esperando... pero, por ellos, debe continuar. Y a cada nuevo latigazo, cerramos los ojos y contenemos la respiración...

Por fin, la plaza. Con los pies ya en el suelo, pagamos en silencio nuestros treinta dirhams y nos vamos sin mirar atrás.

La noche va cayendo sobre Marraquech. Desde la terraza del Café de Francia se divisa el mercado con circo y verbena incorporados de la Jemaa el-Fna, la plaza más vibrante, el centro más vivo de Marraquech. Su nombre, sin embargo, no es muy coherente: Jamaa el-Fna significa asamblea de muertos, ni más ni menos. Y es que, aquí, en este preciso lugar, se exponían las cabezas cortadas de los que habían caído en desgracia ante el Sultán.

Hoy, el sultán ya no quiere ser sultán, sino rey, y la gente ha tomado la plaza convirtiéndola en el escenario de todas las actuaciones callejeras. Todo el alma del Sur está aquí, en los círculos de curiosos que, con la movilidad de las humaredas, de la mañana a la noche, se hacen y se deshacen en torno a algunos titiriteros, dice Jean Tharaud.

La noche ha cubierto Marraquech. Pero, en la distancia, aún se distinguen, someramente iluminados, los alminares de la Kutubia y de la mezquita de las Manzanas de Oro.

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