miércoles, 16 de septiembre de 2009

Cena a la luz de un candil

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No hará falta decir que el pequeño albergue, ante el que estamos aparcados, carece de luz eléctrica. Tampoco hay generadores ni nada parecido, y lo que es más, ni siquiera la esquiva luna ha querido estar hoy disponible. El cielo está lleno de estrellas, cierto, pero, sobre la mesa en que nos preparan la comida es difícil distinguir un vaso de una servilleta. Sí, hay un candil de gas, claro, pero un solo candil, casi sin llama y que no alumbra más que un mechero... Y lo que es peor, el viento está aumentando. La fina arena empieza a golpear vasos y botellas y el polvo va ocultando lo que antes era un bello cielo cubierto de estrellas.
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De pronto todo vuela y, a oscuras, salimos corriendo hacia el interior del local. En la puerta chocamos con los que intentan salir de nuevo. El calor interior es inaguantable, dicen. Hay un momento de duda e indecisión, que si para dentro, que si para fuera, pero la tormenta arrecia dejando una sola alternativa. Al entrar, una bocanada de aire cálido y húmedo, proveniente de un local todavía a oscuras, golpea nuestra cara. Alguien mueve la débil luz exterior del farol hasta que, después de unos segundos, entra sosteniéndolo en su mano derecha. Ya podemos ocupar nuestros sitios...
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Sentados a la mesa, escasamente iluminada por la luz tenue del solitario candil, bebemos con ansiedad la tibia agua que van trayéndonos, siempre en cantidades insuficientes para saciar nuestra sed, y nos aplicamos en luchar contra las gotas de sudor que, rebeldes, luchan por caer en los platos. Por las rendijas de las ventanas se cuela el polvo que acaba casado con el sudor de nuestras frentes.
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La ensalada está servida. Las finas rodajas de tomate y cebolla saben a tierra, y el agua está cada vez más caliente. ¡Qué traigan ya el cuscús!, dice alguien, y el cuscús viene. Una enorme montaña de sémola llena el plato pero... ¿y las verduras? ¿y la carne? En aquella humedad oscura que el calor del desierto pinta tormentosa, la cena es corta y rápida. Para cuando, a los postres, llega la música de laúdes y tebilats, la tormenta ya ha pasado, y en la calma que la sigue muchos de nosotros buscamos una brizna de brisa que pueda refrescarnos.

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