jueves, 1 de octubre de 2009

Un oasis en el centro de Marraquech

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Detalle del alminar de la mezquita de las Manzanas de Oro, con la típica decoración a base de pequeños arcos ciegos entrelazados.











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Estamos cansados, sudorosos. Las viejas medinas marroquíes resultarían perfectas si de vez en cuando se pudiera encontrar algo parecido a una cafetería europea, en donde descansar sentado, bajo un refrescante aire acondicionado y con una jarra de cerveza helada en la mano. Tal vez sea pedir demasiado, tal vez una visión así tendría mucho de espejismo, pero, después de todo, ¿no encontramos una piscina en pleno desierto? Sí..., ¿por qué no?

El centro, el corazón de Marraquech, está en su variopinta plaza mayor, en su Jemaa el-Fna. De allí sale una calle corta, con mucho tráfico, que se une, a los cincuenta metros, con la avenida de Mohammed V, calle ya moderna, de la época del gobernador francés Lyautey. Pues en esta calle corta, en el lado derecho según se sale de la plaza, ocupando casi toda la longitud de la calle, hay un muro insignificante con una puerta, no mucho más llamativa, en la cual un pequeño letrero dice Club Mediterranee. Entramos.

Niza, un decir. Una joven recepcionista que, por supuesto, sólo habla francés. Indicadores de bares, restaurantes, salones. A nuestra derecha, una gran piscina de aguas azul verdoso. Rictus de felicidad e incredulidad dibujadas en nuestras caras. La hora de comer...

- ¿Es posible comer, bañarse... ?
- Claro, claro.

Nos dividimos. Mientras unos se quedan tomando el aperitivo o disfrutando del ambiente, otros salimos a buscar un taxi. En menos de treinta minutos, y en menos de treinta dirhams, hemos ido al camping y estamos de vuelta con los bañadores...

La comida no es buena pero, ¿a quién le importa eso? También es cara, es cierto, pero, ¿cuánto se puede dar por un baño, en pleno agosto, en el centro de una medina marroquí? Como cabe imaginar, mientras los niños disfrutan en la piscina, hacemos una larga, larga sobremesa. Luego, vuelta al caos de gente, a la lucha contra los atracadores blandos, contra el calor. Sí, de nuevo la Jemaa el-Fnaa.
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En pocos minutos la plaza se llenó de gente, como una mezquita a la hora de la oración...

Se contaban bárbaras historias de amor y de celos, de fabulosos tesoros escondidos en los riads abandonados, encontrados por ancianos vagabundos o por niños ciegos; se vendía agua fresca, se enderezaba una serpiente delante de tus ojos, con ayuda de una flauta... Las múltiples ocupaciones, las innumerables combinaciones de que el humano es capaz para ganarse la vida, se encontraban en esta plaza; la magia se adueñaba de los gestos más simples.

Agustín Gómez Arcos, El Ciego.

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