martes, 8 de septiembre de 2009

El valle del Ziz

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A esta hora de la mañana la temperatura es agradable, aunque no parece que por mucho tiempo. La carretera cruza una zona algo menos árida, en la que se ven pequeñas aldeas cuyos niños salen corriendo en desbandada hacia la carretera en cuanto detectan nuestra presencia. Unos extienden su mano solicitando algo (un dirham, un lápiz, un bombón...) mientras otros muestran higos, uvas o pequeños minerales ornamentales que pretenden vender.
Al primer vehículo que pasa lo saludan efusivamente, pero cuando ven que no se detiene, sus ánimos se enfrían. Con el segundo están ya menos corteses y, en cuanto adivinan que tampoco va a pararse, escupen al suelo y lanzan sonoras y gesticulantes maldiciones que nosotros, lógicamente, no entendemos pero que adivinamos. Para cuando el último vehículo pasa, sin detenerse tampoco, el "¡qué Alá os confunda!" da paso al lanzamiento masivo de pequeñas piedras con que los chavales manifiestan su enojo.
De pronto, a nuestra derecha, aparece serpenteante el bellísimo ued Ziz. Sus aguas son escasas y limpias y su cauce ancho y merecedor de un mayor caudal. Las altas y algodonosas nubes blancas, que destacan sobre un fondo azul intenso, se reflejan en el arroyo poniendo magia y encanto a un paisaje de por sí inolvidable. Al lado de las pequeñas y pardas aldeas de adobes aparecen las primeras palmeras cargadas de enormes racimos de dátiles amarillos que ponen un toque de color y contraste a la aridez pardusca de la llanura
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Estos nómadas tienen extrañas costumbres. Matarían a un creyente sin la menor vacilación para apoderarse de una bolsa o de una montura, pero bastaría con apelar a su genorosidad para que se transformaran en atentos y solícitos anfitriones. Hay un refrán que dice que siempre tienen un puñal en la mano, ya para degollarte a tí, ya para degollar un cordero en tu honor.


Amin Maalouf, Leon el Africano

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