domingo, 10 de enero de 2010

Las cascadas del Uzud

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Una vez cumplida la tarea de mover los viejos molinos, las aguas del Uzud se precipitan, cayendo raudas y libremente por un desnivel calcáreo de más de cien metros de profundidad. Desde arriba, desde donde están los molinos, el agua desaparece rápidamente bajo nuestros pies, mientras que una nube de finísimas gotas sube aureolada por los colores de múltiples arco iris. El ruido llega sordo y lejano, como proviniendo del centro de la tierra, y las piernas tiemblan porque el sitio es peligroso y porque a nadie se le ocurrió poner un pequeño quitamiedos.
A pesar de estar en plena montaña, los termómetros rondan los cuarenta grados. Bajo este sol, sudorosos, nos acercamos a la autocaravana: es la hora de comer.



Una vez alimentados, cuando en España es la hora de la siesta, retornamos a la zona de la cascada, ahora con el propósito de bajar hasta el fondo de la depresión, donde las aguas chocan con estruendo. Un camino zigzagueante y polvoriento va descendiendo la ladera dejando en cada recodo pequeños tenderetes de refrescos, de comidas, o de recuerdos. Aquí y allí, tiendas de camping se instalan libremente, a veces al lado de un pequeño puesto de comida que expone, orgulloso, la señal de camping. Un pequeño arroyuelo de escasas aguas, que va recorriendo los distintos puestos alimenticios, es aprovechado para introducir en él las botellas de bebidas con la esperanza vana de que se enfríen. A veces, los dueños de las tiendas aprovechan el arroyo para regar el sendero y evitar, al menos durante un rato, tanta polvareda. Luego, las aguas sobrantes del riego retornan embarradas a su cauce para, tal vez, ser usadas más abajo en la confección de un suculento guiso.

A mitad del gran desnivel el chorro de la cascada choca violentamente con una roca a la que los más atrevidos e imprudentes acceden para sentir sobre su piel el impacto salvaje de las aguas salpicadas (el acceso hasta el chorro principal es imposible). Luego, en una segunda caída, llega hasta el fondo, hasta el estanque natural donde morenos jóvenes nadan desafiando el peligro. Los más osados escalan los farallones laterales desde los cuales, a más de veinte metros de alto, saltan temerariamente sobre la rocosa piscina natural, arriesgándose a fallar el salto y caer sobre una zona de insuficiente profundidad.

Luego, cuando la tarde avanza y la noche cae, los bosques y acantilados cobran nueva vida. Decenas de pequeños monos del Atlas salen de sus escondrijos y se pasean entre este paisaje boscoso de grandiosa belleza.



En conjunto, la cascada es impresionante, y lo sería más si no fuera porque en esta época del año la cantidad de agua es algo reducida, pero, aun así, vale la pena.

Dado que la noche se nos hecha encima y, vista la buena experiencia de nuestra acampada libre en el anterior paso por el Atlas, pensamos que nada mejor que repetir. Nuevamente colocamos nuestras caravanas en círculo para protegernos de los "indios", que en esta ocasión no pasaron de ser ovejas, y, ¡a dormir!

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