lunes, 28 de septiembre de 2009

Ait ben Haddu

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Para llegar al bello pueblo fortificado de Ait Benhaddu es necesario cruzar el ancho cauce formado por la unión de los ueds (aquí llamados asif) Mellah y Unila. Un puente debía permitirnos pasar el río y montar nuestro campamento sobre las cantos rodados de la orilla, pero digo debía porque el puente ya no está, la corriente se lo ha llevado. Ahora, el único acceso al pueblo es a pie o a lomos de camello lo que nos obliga a buscar nuevo sitio de acampada. Claro que, mejor visitamos el pueblo ahora que aún hay luz y luego... ya nos organizaremos.

Cuando el sol poniente ilumina Ait Benhhadu por atrás, a contraluz, una orla dorada aparece sobre las desgastadas kasbahs y largas sombras se proyectan hacia el Este haciendo la visión inolvidable. La entrada al fortificado pueblo no es fácil. Por razones fuera de mi alcance, la puerta principal, que cruza la muralla de adobe por el lado del río, está tapiada, y sin ningún camino de ronda ni indicación al respecto, hemos de saltar de huerto en huerto, dentro del pequeño oasis, hasta poder, a través de una zona de muralla medio derruida, entrar en el recinto. Por las estrechas callejas se suceden los tighremts o agadires que se escalonan sobre la empinada ladera de la montaña, con sus altas paredes fuertemente erosionadas por los vientos y sus adobes convertidos en oro por los últimos rayos de sol de la tarde. Las mujeres de las únicas cinco familias que habitan el pueblo se esconden ante nuestra presencia, mientras que las cabras, las muchas cabras, se muestran totalmente indiferentes a los objetivos de las cámaras.
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Durante el camino de regreso a los vehículos, nuestros ojos se vuelven una y otra vez hacia la derruida alcazaba intentando captar los últimos reflejos dorados de la tarde y retener en la memoria toda su poética belleza. Ait Benhaddu, qué bien suena; Ait Benhaddu, un nombre, un pueblo para el recuerdo.

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