miércoles, 30 de septiembre de 2009

Marrakech en calesa

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El camping municipal está situado en la avenida de Francia, en el Gueliz o ciudad nueva, a menos de media hora de camino hasta la plaza de Jemaa el-Fna. A su lado están los mejores hoteles de Marraquech y, un poco más allá, al borde de la muralla, los Jardines de la Menara.

A las puertas del camping no hay taxis, como cabría esperar, sino alineadas calesas, de uno o dos caballos, a la espera del turista, principal cliente de este medio de transporte vistoso y tradicional. Nosotros, que encajamos dentro de este grupo, no queremos ser excepción a la regla y, en consecuencia, encaramados en el viejo carruaje, comenzamos el recorrido turístico de la ciudad, recorrido que tiene su primera parada en los jardines de la Menara.
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La cobra.
Un bello pabellón saadí, dorado por el sol de la tarde, se refleja majestuoso en las tranquilas aguas de un estanque. Al otro lado, miles de olivos se extienden hasta las mismas puertas de la Medina. ¡Cuántas historias, unas románticas, otras sangrientas, tienen su origen en estos jardines! (se cuenta de aquel sultán que, todos los días a la salida del sol, echaba al estanque a su compañera de noche, o la de aquel otro que... ) Los vendedores de memoria repiten día tras día, una y otra vez, en la gran Jemaa el Fna, estas mismas historias.

Hoy, a esta hora, apenas hay visitantes en la Menara. Quizá por eso, el encantador de serpientes, situado al lado del estanque, está un poco nervioso. Su cobra se yergue airosa, sí, pero su dueño está más preocupado de mi cámara fotográfica que de su pequeña bestia. Así, en cuanto nota que la cámara ha sido disparada, sin la menor espera, se abalanza sobre mí en busca de la obligatoria propia.

Saco una moneda de cinco dirhams y, aunque convencido de que es demasiado, la pongo en la mano del embaucador (de serpientes, por supuesto), pero, ¡tate! de forma airada, se dirige hacia mí señalando la, para él, ínfima cuantía de la moneda, y pretendiendo que completara la propina.

Me gustaría tener la flema inglesa, sí, pero, ciertamente, no estoy dotado de ese don, así que considero aquello una ofensa y, con un ataque rápido como proveniente del abandonado ofidio, recupero la moneda de aquellas manos oscuras. El hombre intenta forcejear, ahora para no perder sus cinco dirhams..., pero en vano porque los dirhams están ya en mi bolsillo. Seguro, dentro de mil años aún seguirá maldiciéndome ...

Retomamos nuestra calesa. El calesero, encaramado en el alto pescante, maneja, sin arte pero con abundancia su látigo que restalla en las costillas del único y flaco caballo que nos arrastra. Cruzamos así Bab el-Jedid y, por una estrecha callejuela, nos acercamos a los amplios mechuares del ruinoso Dar el-Badia.

Dar el-Badia: Este palacio, mandado construir por Ahmed el-Mansur con dinero portugués (fruto de la indemnización de guerra tras la batalla de los Tres Reyes), fue expoliado por Muley Ismail quien utilizó parte de los materiales para sus obras de Mequínez.
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Todos estos muros estuvieron recubiertos de mármol, pero Muley Ismail se los llevó a Mequínez dejando sólo este bello montón de escombros.
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En el-Badia, los dignatarios de otros países presentaban sus respetos a los sultanes saadíes. Uno puede imaginarse al orgulloso sultán, montado en un blanco corcel ricamente enjaezado, tocado con su manto de blanco lino y bajo una alta sombrilla sostenida por un esclavo gnaua, mirar solemne hacia el infinito por encima de los súbditos que le aclaman... Así debió ser, o así, al menos, nos lo pintan los pintores...

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