martes, 8 de septiembre de 2009

Un hombre, un amigo


Son las cinco de la tarde y un ambiente asfixiante nos envuelve. Los goterones de sudor se deslizan por la cara mientras deambulamos de un sitio para otro buscando una pequeña brisa que nos alivie. En la autocaravana el termómetro marca 48 grados, en el bar de enfrente no hace menos calor, en la calle quema el sol y la sombra escasea...

- ¿Qué tal está el niño?
- Mal. Acaban de ponerle el termómetro y... treinta y nueve. Le han dado aspirina y ahora acaban de ponerle un "febrectal". Lo van a llevar al médico y a ver...

Con una temperatura ambiente tan alta no es fácil luchar contra la fiebre. Todos estamos un poco preocupados.

- El "febrectal" que teníamos se lo he dado para el niño -me dice Mariló-. Creo que deberíamos ir a una farmacia y comprar más, por si acaso.

Nos acercamos a la tienda de al lado para preguntar dónde hay una farmacia. La tienda, de unos dos por cuatro metros cuadrados, está bien alfombrada y sobre las paredes cuelgan variados artículos de regalo. El dueño, un chico joven llamado Larby, sentado en el suelo con unos clientes, toca los tambores mientras ellos toman un té con menta. Cuando le pregunto por una farmacia, se vuelve raudo hacia el chico que está a su lado y le dice:

- Sharif, acompáñales.

En silencio sigo al chaval. Cruzamos un par de calles, doblamos una esquina y unos metros más allá, escondida tras una palmera polvorienta, está la farmacia. ¡Mala suerte! ya está cerrada. Sharif, trece años, lee el cartel escrito en árabe, que, tal vez, indica donde hay una farmacia de guardia. Me hace una seña y retornamos por el mismo camino. "No era eso", pienso, y continuo en silencio.

Llegamos a la tienda de Larby, una tienda sin nombre, y entramos. Sharif dice algo en árabe y Larby, sin pensarlo, mete su mano en el bolsillo y saca un manojo de llaves. Toma, me dice, y comprendo. Salgo a la calle detrás del chico que me señala la puerta de un viejo y destartalado VW Golf . No hace falta introducir la llave, el coche tiene abiertas sus dos puertas.

Y en aquel coche, cedido por alguien que ni me conocía, conduzco hasta la farmacia de guardia donde compro algo parecido al "febrectal". De regreso, le doy las gracias a Sharif y a Larby y luego, ya solo en el calor de la tarde, me quedo pensativo: ¿Quién, en Europa, en parecidas circunstancias, prestaría su coche a un desconocido...? En mi mente suena monótona una frase: gracias Larby, porque personas así, en una tierra tan lejana y tan dura como abrasadora, aún recordáis a uno que vale la pena ser... un ser... humano.

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